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se sentia libre; Constancia se sentia sola, y Clemencia se sentia simpáticamente acompañada por los bellos objetos de la naturaleza. Criada en el convento, nunca habia disfrutado del campo, y su alma se ensanchaba al recorrer aquellos campos, al vagar por aquellas playas. Se alegraba su ánimo al contemplar aquel espléndido cielo, pues como dice Lamartine, alli donde el cielo sonrie, impulsa al hombre á sonreir tambien. Admiraba horas enteras la reventazon de las olas del mar, que en tan airoso y grave movimiento se henchian para estenderse en espumoso torbellino sobre la dorada arena. Complacíase en observar las formas caprichosas de las rocas, esas masas anfibias, alternativamente cubiertas por las olas y alumbradas por el sol, insensibles á las caricias de este y á la amargura de aquellas, pues nada temen, ni nada esperan; en escuchar á los pajaritos que cantaban tan alegres en aquella tranquila Tebaida, como que ignorabau que existia la pólvora y las redes.

1 —¿Qué admirable poder (se decia Clemencia siguiendo con la vista sus ligeros revoloteos), puso el canto en estos pequeños, lindos é inofensivos seres, que no puede nadie comtemplar sin enternecida y tierna simpatía?

CLEMENCIA.

Y mirando en seguida á los nietos de la casera, que la acompañaban en sus escursiones, jugar alegremente á sus pies exclamaba: —¡Qué hermosa y tranquila hace Dios la vida á la inocencia!

TOMO I. 11