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cina, y la constancia, como la siempre—viva. Dora todo esto ese brillante sol, centro y hogar de la luz material de los ojos, cuya debilidad deslumbra, como es Dios el centro y hogar de la luz de la inteligencia, cuya incapacidad confunde. ¡Oh! ¡cuán dulce sería, se decia Clemencia, con una conciencia pura y tranquila, acostarse en brazos de esas fragantes yerbas, los ojos alzados á la brillante bóveda, morir alumbrada por el sol, suavemente arrullado nuestro último sueño por el dulce murmullo de las perezosas olas de verano, y el susurro del aura entre las plantas, subiendo así nuestra alma en un himno de alabanzas y adoracion al cielo, como se alza á las alturas la armoniosa alondra! ¡Dios y Criador nuestro!

¡cuánto ansía el alma volar á tí, y cuanto se esfuerza la materia por retenerla! ¡qué penoso nos hace el trance de la muerte y con cuántos horrores lo rodean, con el fin de apegarnos á la vida!

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