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donó el pobre de mi Curro, que desde aquel dia hincó la cabeza y no volvió á estar nunca mas alegre, y en los delirios del tabardillo que se le llevó años despues, repetia sin cesar y asombrado: ¿No hay quien me favorezca?

— En este instante un sonido brusco, fuerte, bronco y grave, interrumpió el silencio que siguió á las últimas palabras de Gertrúdis, el que pasando en una ráfaga del huracan por cima del edificio, fué á perderse con él, en la inmensidad del coto, —¿Qué es esto? exclamaron ambas jóvenes, saltando de sus asientos.

—Es, respondió angustiada Gertrudis, una boca de bronce que dice eso mismo: no hay quien me fanorezca?

—¿Una boca de bronce? ¿cómo? ¿cuál?

—La de un cañon.

—¿De un cañon? ¿Dónde está?

—En un buque.

—¡Jesus, María! ¿Y pide socorro?

—Sí, porque naufraga.

—¿Y no se le puede socorrer?

—Señoritas, respondió Gertrudis sonriendo tristemente como se sonrie á un niño, ¿cómo quereis que le podamos socorrer? Pero dígoles á Vds., señoritas, añadió la pobre mujer, estremeciéndose al oir un nuevo cañonazo,—que ni en el infierno se halla tormento mayor que oir pedir socorro y no poder prestarlo.