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—Si, señor D. Martin, y por el precio no hemos de renir; que acá traemos plata para pagarlos, mas que fuesen de oro.

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—Y pueden Vds. poner que de oro son, observó el mayordomo. A seiscientos reales fanega se los acaban de pagar á D. Alonso Prieto.

—Ya lo sabemos, contestaron los arrieros. Señor D, Martin, se puso su mercé las botas hogano.

—Pues señores, siento decir á Vds. que han echado el viaje en valde, puesto que no puedo vender los garbanzos, porque no son mios.

—¿Qué no son de su mercé? Vamos, señor, ¿se está su mercé burlando?

—Que no son mios, digo; ¿lo sabre yo, caracoles?

—¿Pues de quién son, señor?

—De estos, respondió D. Martin, señalando á los pobres: preguntadles á ellos si los quieren vender.

¿Se venden los garbanzos, hijos? gritó con la voz de bajo que siempre tuvo.

Un clamoréo de angustia y súplica se alzó al cielo.

—Pero, señor..... insistieron los arrieros.

—Pues no estais viendo que no quieren sus dueños? ¿Yo qué le hago? contestó don Martin.

¡Cuánto y cuánto de esto se halla sepultado en el corazón de España, para consuelo de los buenos y confusion de los pesimistas misántropos, que se empeňan en juzgarla por su corrompida superficie!

En su juventud habia ido D. Martin alguna vez á Sevilla, y siempre habia vuelto con las manos en la