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Alguna suave noche de mayo habia venido el Orfeo de la filarmonía alada, el ruiseñor, á hacer vibrar en aquel aire embalsamado sus trinos, y sus encantadoras notas sostenidas. Entónces todo callaba en el éxtasis de la admiracion, y Clemencia, apoyada en la reja á la par de los jazmines, dirigia, entre una sonrisa y una lágrima al estrellado cielo una mirada llena de sentimientos de admiracion, de amor y de gratitud hácia aquel Dios que á la naturaleza dotó de tantos encantos, y al hombre de un alma á su semejanza, á la que reveló su conocimiento, no exigiendo en cambio de tantos beneficios, sino el que haga este un buen uso de sus dones.

— —¡Oh! exclamaba entónces, recordando unas cuartetas que recitaban en su convento: ¡Oh! si el sol, luna y estrellas, Como son astros lucidos, Fuésen lenguas que alabasen Tu nombre santo y divino.

Léjos estaba entónces de ella traer con triste premeditacion á su memoria sus dolores pasados, como un acibar para amargar lo presente, cruel propension que tienen muchos, haciendo de esta suerte en todas ocasiones, de lo pasado nuestro verdugo, pues si nos ofrece recuerdos de felicidades, es para echarlas de ménos, y si de penas, es para volverlas á sentir. Zanjada su cuenta con lo pasado, de que saliera ilesa la pureza de su alma, la sanidad de sus sentimientos y