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rostro. Era séria y despaciosa, y tenía todo el dejo y contonéo de las de su casta.

—¿Cuánto pides por esos canastos? le preguntó Clemencia.

—¿A qué quieres comprar esos escambrones? dijo D. Martin, que como hemos dicho, no habia nada en que no se metiese.

—Quiero, respondió Clemencia, en primer lugar hacer un bien á la niña comprándoselos; además quiero forrarlos de seda y adornarlos con cintas, y que sirvau para meter en ellos el alhucema.

—Sí, señorita de mi alma, dijo la chiquilla, ande usted, mérquemelos, carita de rosa; que le diré su buenaventura.

—¡Qué buenaventura, ni qué niño muerto! Lárgate, vision del Negro Ponto, dijo D. Martin.

—Dejadla, Padre; os lo ruego, que me diga la buenaventura, exclamó alegremente Clemencia. ¡Si viérais cuánto he deseadc siempre que me la digan!

—¡Tales patrañas!... murmuó D. Martin.

—Déjala, si le divierte, Métomeentodo, opinó Dona Brígida; que eres como el tomate, que en todo se encuentra!

—Anda con Dios! repuso D. Martin; unos se rien de la gracia, y otros de la singracia.

Clemencia se habia levantado y puesto su blanquísima mano en las negras de la chiquilla, que estaban frias como la piel de un reptil.

La profetisa hizo como si examinase las impercep