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po, y tan respingao de génio, dijo prolongando cada sílaba la gitanilla.

1 1 —¿Pero en qué duermes? preguntó Clemencia.

—¡Toma! intervino D. Martin, dormirá en una zalea de borrico tiñoso, con una calavera de mula por almohada.

—Duermo en el suelo, señorita mia; que parece usted hecha de dulce, con esas carnes tan blancas que se puede escribir en ellas, esa boca que parece un madroño, y esos ojos que parecen dos luces de altar; y no ese usía abujado que tiene la lengua más áspera y con más espinas que una abulaga —Pobrecita! exclamó Clemencia.

—¡Y muy bien que dormirá! opinó D. Martin: no hay bronce como años once, ni almohada como no pensar en mañana. ¡Mudate, pelgar!

—Padre, seħor; dejadla! que me divierte, suplicó Clemencia.

—Será la pechecilla esa como los perros pachones que de feos hacen gracia, gruňó D. Martin.

—Voy á traerle un cobertor y una alınohada, dijo Clemencia echando á correr.

—Con tal que se trasponga, á ver como no traes un mosquitero á langosta de Egipto, le gritó Don Martin.

..

—¡Ay! dijo la gitanilla en su tono lánguido. ¡Madre mia de la Soledad, y qué señor tan respetuoso!

—¿Qué quieres decir con eso, vizcondesa Pingajo!

—Señor, que tiene su merced la voz como una cam-