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pana de doble, y que está su merced en ese sillon tan jermoso, que parece un colchon sin bastas en una galera despalmáa.

—¡Por via de la chiquilla desvergonzada! gritó Don Martin: escabúllete; mira que si me levanto te doy un sosquin que te apago.

Clemencia volvió con un cobertor, una almohada y algun dinero que dió á la gitanilla. Esta sacó de una bolsita que llevaba colgada al cuello una cedulita que dió a su protectora diciéndola: —Abrala su mercé el dia que se case, señorita mia, cara de rosa de abril, y entonces verá si no son ciertas las felicidades que le predijo la gitanilla, —¡La felicidad! ¡La felicidad! dijo Clemencia volviendo á ocupar su asiento; no existe palabra que tenga más acepciones; cada uno la entiende á su manera; ¡puede que esa inocente crea que está en casarse!

F —La felicidad está, dijo D. Martin, en ser un mayorazgo como yo, y reirse del mundo; ¿no es verdad, señora?—prosiguió dirigiéndose á su mujer, á la que por una de sus idéas raras llamaba siempre delante de gentes de usted.

—Martin, contestó ella, en este mundo cansado, ni bien cumplido ni mal acabado. Esta vida es un viaje: já qué anhelar por buenas posadas en las que no hemos de estar sino de tránsito?

—Pues, señora, más que sea de tránsito, como que el tránsito mio es, á la hora esta, de duracion de se-