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tenta y siete años, sin los que caigan, digo que soy feliz, gracias á Vd., señora, y á mi Malva—rosita. Si no fuéra por la muerte de mis hijos, era yo quien se ha bria comido la torta del Cielo; pero en fin, nadie se ou de este mundo sin saber que ha estado en él.

—Di gracias a Dios, y no á nosotras, Martin, repuso su mujer.

—Si señora, sí señora, no hay duda de que de Dios nos viene el bien, pero de las abejas la miel; contestó su marido.

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1 —¿A que no entendeis vos la felicidad como mi Padre, Tio? preguntó Clemencia al Abad.

—Es claro que no, hija mia, contestó éste; pues creo que la verdadera está en procurarse alas que nos éleven, no á las nubes, sino sobre ellas; pues las nubes con su indeciso y mudable rumbo é indistintas formas, aunque en esfera aérea, son de terrestre orfgen, y á la tierra vuelven.

—Pues, hermano, opinó D. Martin, como no sean las de los ángeles, estoy para mí que las de los pájaros no vuelan tan alto. ¿Qué dices tú, Pablo? que estás siempre callado y con la boca abierta como cañon arrumbado, y no parece sino que te criaron con migas y adormideras. ¡No digo yo bien, y no mi hermano, que todo lo pone fuera de tiro de pistola?

—Senor, contestó Pablo, cuando la felicidad segun uno la suena, está en un imposible, vale mas que el deseo se abstenga de analizarla y el corazon de ansiar por ella.