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por cuatro mulas el barrocho, en el que se veia á D. Martin gesticulando y gritando desatentadamente.

Cuando alcanzó á Clemencia, mandó parar, y la recibió en sus brazos; bien que la infeliz no podia hablar y permanecia llorando inerte, recostada en el pecho de su padre. El aperador Miguel Gil, contaba á gritos lo ocurrido, al extático y embriagado auditorio.

— —¡Sí, síl exclamaba entusiasmado D. Martin,Pablo es todo un hombre. Bien podrá no tener habla de abogado; pero en tratándose de manos á la obra, ahí está él. En jarabe de pico no está ducho; pero en cuanto á guapezas, muestra,—¡por via del Dios Baco!

sangre de los Guevaras. ¡Ea, viva Dios! Sí, sí, Pablo, te luciste, ¡caracoles! Todos pueden charlar y mangonear; pero lo que tú has hecho, no lo hacen sino los hombres de pelo en pecho.

—Ea, á casa, casa; y por los aires! añadió dirigiéndose al cochero; que esta niña se me desmaya, y es preciso sangrarla sobre la marcha.

—Hija, dijo Doňa Brígida cuando llegaron, ¿no te dije que el campo era para los lobos? Gracias infinitas al Señor, de buena has escapado.

—Y á la bendita señora de las Angustias, á quien me encomendé, Madre, repuso Clemencia.

—Mañana mismo, hija, se le hará una funcion de gracias, repuso Doña Brígida.

—Sin olvidar las que le debes á Pablo, dijo Don Martin, á quien allí y en momento tan oportuno guíó