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—¿Pues no es mejor que todo se quede en casa, Tio? respondió sonriendo Pablo, dulcemente conmovido por el interés que se le demostraba y los cuidados que le prodigaba Clemencia.

—Que vayan por el médico, gritaba D. Martin.

¡Jesus! Pablo, hijo, mio ¿es cosa mayor?—Que cojan á esa vieja maldita y le den una paliza.—A qué te metes á campeon de brujas deslenguadas, Pablo de mis pecados?—Corred por el cirujano, hato de pazguatos, añadió dirigiéndose á los criados que habian acudido: corred de cabeza!—¿Estais de vuelta? ..

A esa vieja maldita, colgadla por los pies.—Pablo, petate, ¿quién mete el dedo entre la cuña y el tronco?

—El pobrecito lo hizo para libertar á la tia Latrana, observó Clemencia llorando.

—Súmete las lágrimas, Malva—rosa, dijo D. Martin; mira que me apuras, y á él le vas á meter aprension.

—No, no señor, exclamó Pablo, esas lágrimas no me hacen mal, me hacen bien; pero lo que tengo no es nada; tranquilizaos, Señor.—Clemencia, añadió á media voz, está pagada la sangre que derramo, y toda ella, con la prueba de interés que me has dado.

Pablo reclinó la cabeza, no sobre el hombro de Clemencia, sino sobre el hombro del criado que estaba mas cercano, y fué acometido de un ligero vértigo.

En este momento se acercó pausadamente Dona Brígida, trayendo en un cajoncito hilas, vendas y cabezales primorosamente doblados.

CLEMENCIA.

TOMO II. 3.