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—¡Ay Madre! dijo Clemencia temblando y agitada, se ha desmayado!... ¡Dios mio! ¿se irá á morir?

—No te aflijas, respondió la señora, esto es un efecto natural de la pérdida de la sangre; la herida ni es grande, ni está en mal sitio.

Llegó en esto el cirujano, que confirmó plenamente lo que habia dicho la señora, y se puso á curar la herida.

Volvia Pablo en este momento en sí, y abria los ojos; pero al ver á Clemencia arrodillada ante él con el rostro angustiado y cubierto de lágrimas, presentándole á o'er su pañuelo empapado en vinagre los volvió á cerrar, temiendo que al despertar se desvaneciese la celeste aparicion, cuya cercanía sentía, y cuyas lágrimas caian sobre sus manos.

—Ahora, dijo el cirujano, es preciso que se recoja y se le dé una sangría.

Se llevaron al paciente; Doña Brígida y Juana le habian precedido para aviar su lecho. D Martin y Clemencia quedaron solos.

—Me cortaria la mano, dijo el primero, me la cortaria, sí! con tal que con el mismo cuchillo cortáran pescuezo á esa maldita, remaldita vieja!

—No os apureis, Padre, repuso Clemencia; pues dice el cirujano que no es cosa de cuidado.

—¿Quién habia de pensar, prosiguió D. Martin, que esa cabeza de Pablo que yo creia más dura que el peňon de Gibraltar fuese más tierna que una breva?