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que más le halagaba en todo este plan que trazó, fué que Clemencia no se separaría de él: esta razon en que entraba su egoismo, pesaba cien arrobas.

D. Martin era pronto en sus resoluciones y expedito en su ejecucion. Así sucedió, que á los dos dias, habiendo salido su mujer por haberle avisado su prima la monja que tenia locutorio, dijo D. Martin á Clemencia: —Ven acá, Malva—rosita: apropíncuate; que tengo que decirte. Há más de seis años que murió tu marido. ¿No es así?

—Si señor, contestó Clemencia, á quien este recuerdo impresionó triste y amargamente.

—Cuentas más de veinte y dos años, y es preciso que pienses en tomar estado, pues al fin no te has de quedar viuda toda tu vida como las de tu jardin. (1).

—Señor, contestó angustiada Clemencia... por Dios!... no penseis en eso! ¿Cómo ni dónde estaré yo mejor y más contenta que á vuestro lado Y al de mi Tio?

—¡Sí! el uno un pochancla y el otro una maula.

¡Buen par de potalas! ¡Buen par de tutelas! El dia menos pensado cerramos el ojo, y te hallarás sola como el espárrago.

—Señor, ¿no me habeis dicho tantas veces que un alma sola, ni canta ni llora?

(1) Flores moradas que tienen por nombre viudas.