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un oráculo, que es Pablo una prenda. ¿Qué le hace que no sepa estirarse los picos de la tirilla, hacer el rendibú á la francesa, que no se ponga potingues en la cabeza, ni se eche perfumes en los pañuelos como los mirlifiques de la ciudad, hato de monos, que más miran en el espejo su repulida persona, que no á las buenas hembras; chisgarabises, que todos quieren ir á mangonear á las Córtes,—¡por vía de sanes! sin tener donde caerse muertos, ni saber donde tienen las narices? ¿Acaso crees tú, chiquilla, que aquellos arrapiezos, pollos piones, harian mejores maridos que Pablo?

— —No, señor, Padre; nunca he opinado eso, repuso Clemencia, porque nunca he pensado en novios ni en casamiento.

—Niña, eso no es razon; pues la mujer necesita sombra: cuando te falte la mia, quiero dejarte un árbol que te la dé buena. Sépaste que la mujer sola es como hoja sin tronco; el hombre solo, es como árbol sin hoja. Si bien á Pablo le falta mucho para ser un real mozo, á bien, Malva—rosita, que te casaremos á la oracion; y que de noche todos los gatos son pardos.

Clemencia, que vió que su suegro se iba á explayar en un terreno en que su elocuencia era clara como el agua y verde como el apio, se apresuró á interrumpirle diciéndole riendo: — Padre, casamiento y mortaja del cielo baja: ¿porqué os ha dado hoy por pensar en el porvenir que no apremia? Tiempo hay para pensar en eso.