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tin; lo que es á á tí, te voy á comprar un birrete de doctora cono el de Santa Teresa, con el que estarás más bonita que lo que está aquella en el altar. Siempre he dicho yo que los encuadernados roban el calor al estómago. Pues mira, Pablo, já que con tanto quemarte las pestañas sobre los que visten de pergamino, no sabes una cosa que te tenia más cuenta saber, que no lo que enseña el estudio de lo fino?

—¿Y qué cosa es esa, señor? preguntó Pablo.

—Lo que aprovecha más á la tierra que bendicion de obispo.

—Será la de Dios.

—Calla, hombre, que lo que se platica es de tejas abajo.

—No caigo, Tio.

—¿No lo dije? ¡Maldita la cosa que sirve el atragantarse de latines, ni hincharse de términos cur.ruscantes!

— —Hermano, dijo el Abad, esta pregunta tuya me recuerda por su analogía el lance acaecido á un quinto valenciano, que habiendo llegado á una ciudad, entró en la primera tienda bien alumbrada que se le presentó, que acertó á ser una botica. ¿Qué se vende aquí? preguntó.—De todo, contestó el boticario. Pues sáqueme Vd. unas alpargatas, dijo el quinto.

—¡A ver! ¡á ver! exclamó riéndose D. Martin, ¡á ver el señor Abad, cómo se nos viene con un chascarrillo! Vaya, me alegro, hermano, de que la sangre