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—Mira, Pablo, le dijo levantándose colérico é indignado, yo no te creia muy cuerdo, ni aun despues de las tragantadas de latin que te echas al coleto por receta de mi hermano; pero no te creia, ¡vive Dios!

tan animal. Atente á las resultas; pues quien bien tiene y mal escoge, por mal que le venga, no se enoje.

Diciendo esto se salió bufando.

Don Martin por primera vez se halló apurado; no sabia como salir del paso y desengañar á su querida Clemencia. Era tanto el encanto que su Malva—rosa ejercia sobre él, que se estrenó á los setenta y ocho años á callar algo por delicadeza, pues este algo era un desaire á su hija; pero este asunto de por sí tan irritante, herméticamente encerrado en su pecho, le ahogaba, le agitaba; le ponia fuera de sí, y le hacia exislar su bilis contra Pablo, cuando se hallaba solo, en estos términos.

—¡Yo un entripado!.... ¡En mi vida me he visto en otra! ¡Y por causa de Pablo, de ese mostrenco, mas fornido que un canto, mas robusto que un roble; ese aprensivo del diantre, que se cree á puño cerrado, porque se lo ha dicho un Galenillo, que sus hijos van á heredar un mal que el padre no padece!

Su Padre siempre fué mas rudo que una carrasca, y lo mismo es el hijo; hizo mil barbaridades, y lo mismo hace el hijo; pues sabido es que por donde la cabra salta, salta el chivo. ¡El demonio se pierda!

¡Si esto no se puede creer! ¿Si será que no le gusta mi nina? ¡Qué! eso no puede ser; seria preciso que