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Estas palabras penetraron el corazon de Clemencia como agudas flechas.

—¡Jesus, Señor! repuso con trémula voz. ¡Oh!

Ino digais eso! pensarlo es una aprension, cuando solo teneis una afeccion catarral; y decirlo... es una crueldad!

—La voluntad de Dios se haga, hija mia! pero preveer todo accidente es la obligacion de las personas prudentes; sobre la esperanza se confia, pero no se labra. Yo pienso en la muerte, porque preveerla es el modo de que no asombre su imponente llegada, y porque es el de la muerte, el mas útil, el mas grande y el mas elevado pensamiento del mortal.

Pero esta misma consideracion me hace preveer cuán sola quedarás, tú, ángel de mi vejez, cuando te falte yo, tu compañero, tu guia y tu Padre.

Las lágrimas que Clemencia contenia á duras penas, estallaron en sollozos al oir estas últimas palabras.

—Si Vd. me faltase, exclamó, no quiero vivir.

—No pensára de tu juicio, de tu sensatez y de tu religiosidad, que te expresases así, Clemencia mia, repuso el Abad. Esas son frases heróicas y sin mansedumbre, y asi en un todo opuestas á lo que nos enseñó el Hombre modelo, en el que el mismo Dios se dignó constituirse. Pero en fin, llegado el caso que te he indicado, ¿no piensas que seria prudente y decoroso poner en mi lugar á quien como yo te amase, amparase y mirase como cosa propia?