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—Sí; y Dios ha escuchado tan bella deprecacion, y solo te ha rodeado de cosas que te acercan á él, ofreciéndote la ocasion de la enfermedad de tu Madre, en la que pruebas el ser una santa.

—Calla, contestó Constancia con algun calor.

¿Con qué lavo, con qué borro, con qué recompenso mi malvada conducta anterior con mi Madre? ¡Oh! créelo; cuando todo mi anhelo y desvelos no alcanzan á agradarla, cuando me rechaza y se incomoda, recuerdo que fuí capaz de decir que no la amaba.

Yo, enamorada y soberbia, no amar á la Madre que me dió el ser! ¡Oh! entonces le agradezco como un favor el que no me maltrate de hecho, y no me eche de su lado como hija indigna de cumplir con el santo deber de asistirla.

1 —Lo dijiste en un momento de exaltacion rencorosa, Constancia.

—No, Clemencia, esa exaltacion rencorosa era mi estado habitual. Llenaban mi alma la pasion, la soberbia, la rebeldía y la aspereza! El ser niña indómita, hija rebelde y sobrina ingrata, costaron la vida al hombre que amé; me hicieron perder la felicidad que apetecia, que quizá por medios humildes y suaves habria al fin logrado, y hubiesen perdido mi alma, si Dios no me enviára con la muer—te un aviso de la eternidad, en cuyo borde se abrieron los ojos de mi alma á la luz de arriba.

—¡Qué humilde eres, Constancia!

—Clemencia, no es humildad el reconocer sus fal-