—¡Ojalá dijéseis verdad! repuso suspirando la sincera Clemencia, que recordaba á Pablo.
Cuando Sir George, que dió otro sentido á la frase, enajenado iba á contestar, se abrió la puerta y entró el Vizconde.
Sir George, que era siempre frio, irónico, escéptico y poco comunicativo, y que á duras penas, y solo en la intimidad de una mujer hermosa, levantaba su habitual estado de sitio, no necesitaba más que una leve contradiccion para volver á armar todas sus baterías. Así es, que recibió al Vizconde, como es de suponer, con un frio glacial: una dulce mirada de súplica con que casi le acarició Clemencia, templó algo su acerba displicencia; pero acudió al silencio para dar á entender que la presencia del Vizconde le era molesta. Faltaba en esto Sir George á su delicada reserva; pero la indomable índole británica se revestia de toda su áspera corteza.
El Vizconde notó esta falta de atencion, y comprendió que la motivaba.
Si la conversacion de Sir George era chistosa, incisiva y picante, la del Vizconde era en extremo fina, entretenida, á veces profunda, á veces elevada, siempre instructiva y siempre amena. El Vizconde tocó varios puntos, cautivando por entero la atencion de Clemencia, que le oia con mucho placer. Sir George no alternaba en ella, y como todo cenudo que se encapota en su silencio, iba siendo olvidado.
—Vaya!...—pensó con coraje, pues cuando no te"