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nia á quien lanzar un sarcasmo se lo aplicaba á sí mismo, yo estoy aquí haciendo el ridículo papel que llaman los españoles, rabiar de celos aparte: ¿me iré?

Por suerte entró en este instante D. Galo.

—A los piés de Vd., Clemencita,—Senor Vizconde, beso á Vd. la mano.—Señor D. Jorge, soy su servidor, Hace un frig del Polo.

. —¿Del Polo del Norte... ó del Polo del Sur? preguntó Sir George, que halló por fin la palabra con una de sus sérias y picantes burlas.

—Del Polo del Norte, por supuesto! Contestó Don Galo.

Sir George soltó una carcajada.

El Vizconde no hizo alto.

—D. Galo, dijo Clemencia, ahora decíamos que cuáles son las cosas que más pueden agradar al corazon del hombre. Por mí pienso que la sensacion del agrado está más en el corazon del hombre que no en las cosas; y creo que el corazon más bien dá el agrado, que no lo recibe.

—Es muy cierto, señora, repuso el Vizconde; y si no observad cuánto agradan á unos cosas sencillas é insignificantes; y como las más perfectas no son á veces capaces de agradar á otros.

—Esto penderá, opinó Sir George, de lo exquisito del gusto.

—No lo creo, repuso el Vizconde, he visto muy malos gustos descontentadizos, y los he encontrado CLEMENCIA.

TOMO II. 9