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grados. Su buen sentido, (si lo tienen), alcanza siempre una fácil victoria en estos hombres, cuando lo escuchan; pero en cambio no conoce su corazon el grande y verdadero contrapeso del mal, el solo que puede borrarlo el arrepentimiento; porque con la li—gereza de su sentir, dan poco valor á la maldad, y no graduan lo profundo de las heridas que han hecho.

Creen que la ingenuidad y la buena fé que hay en confesar una culpa pasada, hasta para borrarla y este es un error grande y grave. Ni Dios ni el hombre bueno perdonan, si á la culpa no sigue manifiestamente el arrepentimiento.

El arrepentimiento es condicion precisa al perdon, y este gran mérito, esa hermosa reaccion, este enérgico repudio á la culpa, es por desgracia muy poco comun. Y no se crea que es esto una paradoja, no. En los unos, la gran ligereza le seca apénas nacido; en otros, el amor propio lo ahoga en gérmen, y en otros, ¡ay! la falta de moral lo desconoce y lo rechaza. Nuestra santa y sábia Madre, la Iglesia, comprendió esto, y por esto instituyó el tribunal augusto de la penitencia obligatoria, pues solo allí se siembra prácticamente la verdadera, salutífera y productiva planta que purifica el corazon: solo ese santo tribunal, cual la vara de Moisés, hace brotar de una dura peña las aguas que han de lavar nuestra conciencia. Y dicen á esto los seides del protestantismo y los frios y flojos apóstoles del indiferentismo: —¿á qué santo ir á confesar sus culpas á otro