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sente en vuestro pais, —un precepto de moral, que son los que deben regir á la humanidad! Pero, mi Dios, ¡cuán profanada es esa voz! Y la soberbia del hombre que se emancipa de las leyes de Dios, ha llegado en nuestros dias hasta creer que puede arrebatar de las manos del que lo crió, el poder que guia al universo! Pero gracias al cielo, nuestro bendito suelo no cria Cromwells, Marats, ni Robespierres, esos acólitos de lo que llam ais pasos de la humanidad.

— —Cierto, cierto, vuestro pais con raras excepciones no cria en cuanto a hombres públicos sino perfectos egoistas, de que resulta una verdadera anarquía que no quiere reconocer un jefe, como si hubiese partidos sin jefes; así se suicidan por sus propias mezquinas rivalidades.

—Pero señor, en vuestro pais suceden cosas aunque en escala mayor, parecidas: un gobierno popular se compone de estos elementos.

—El gobierno de mi pais es detestable, señora; sus leyes pésimas.

—¡Oh! no hableis mal de vuestro pais, exclamó Clemencia con aquella parcialidad, aquel entusiasmo que un corazon tierno y consagrado derrama sobre cuanto pertenece á la persona que ama; ese pais de grandes hombres y de grandes cosas, alzado en su isla como un dominador en su sólio; y que ha llegado á su apogeo.

—Lugares comunes, señora! y una boca como la vuestra, Clemencia, debe preferir agraciarse con una