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—¡Represion! ¡represion! exclamó Sir George interrumpiendo á Clemencia, esto es! ¡Hacerse un ana coreta, un cenobita, empobrecerse aun más la vida de lo que ella en sí lo es! ¡Qué mezquino suicidio?

—¡Cuán distintamente pensamos sobre este punto, Sir George! dijo Clemencia. Pues por mí no creo que el fin del hombre, sea hacer la vida divertida sino hacerla buenaf —Se puede gozar sin ser malo, mi austera amiga: hay goces que son hasta santos, y no los halla el hombre. ¿Sabeis, Clemencia, que hay veces en que compraria un goce, aun un deséo, con la mitad de mi fortuna?

—Esto es, respondió ella, que no hallais los unos ni sentís los otros.

—Así es.

—¡Pobre amigo! dijo con sincera compasion Clemencia; habeis pulido vuestro sentir en pequeños y frívolos goces de seda y oro (goces que no llegan al alma, ni satisfacen el corazon), hasta el punto de que sobre él reshalan los verdaderos!

—¿Y cuáles son los verdaderos, Clemencia?

—Son para mí tantos y tan variados, Sir George, que me seria difícil enumerarlos.

—Pero designadme algunos: os estudio como un ser raro y nuevo para mí, con una curiosidad y un do: solo ahí está el progreso indefinido, porque la Religion es una cadena cuyo primer eslabon está en la tierra, y el último en el cielo.

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