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—Sí, sí, hablemos de goces, aunque en esta conversacion alterne yo como el ciego en la de los colores.

¿Qué más goces hallais vos? Veamos.

—Muy dulces en la amistad. ¿No teneis amigos?

—Si, en el Parlamento, en la embajada francesa, un cardenal en Roma, un gran señor turco en Constantinopla, y D. Galo Pando, porque lo es vaestro; pero, Clemencia, francamente, ninguna de estas amistades me ha proporcionado ningun goce.

—No habeis, pues, podido prestar servicios á ninguno de ellos?

—Servicios no, dinero sí, ménos al turco y al Cardenal, que eran más ricos que yo, y á D. Galo, que no me lo ha pedido: yo tendría un gran placer en que vuestro amigo me proporcionase la satisfaccion que los otros.

—Pando no ha tomado en su vida dinero de nadie, contestó Clemencia: eso de pedir prestado es una cosa demasiado fashionable para un hombre oscuro y honrado como él: mas si llegase ese caso, amigos tiene más antiguos que lo sois vos, Sir George, que se ofenderian de que os diese la preferencia.

—¿Cuánto es su sueldo?

—Siete mil reales.

—¿Os chanceais?

—No por cierto.

Sir George soltó una carcajada tan sincera y tan prolongada, que Clemencia le dijo riendo tambien, por ese irresistible contagio que tiene la risa decora-