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preguntó con indiscrecion que dónde habria ido, pues le precisaba hablarla. Supo que en casa de su Tia la Marquesa de Cortegana, y corrió allí.

— Estás pálida, decia Constancia á Clemencia en aquella hora: ¿te sientes indispuesta?

—No, no lo estoy, respondió ésta; los semblantes, como el cielo, no tienen siempre los mismos matices, Constancia.

—¡Ay, hija mia! ¡si sufrieses lo que yo! dijo la pobre Marquesa.

—Si con eso os aliviase, Tia, ¡con cuánto placer lo sufriria!

Abrióse la puerta entónces, y apareció Pepino con su aire diplomático.

—Ahí está uno, dijo.

—¿Y qué quiere? preguntó Constancia.

—¡Tomal un ratito de conversacion.

—Pero... ¿quién es?

—El señor de Jesu—Cristo.

—¡Ay! ¡qué barbaridad! exclamó Constancia, tapándose con ambas manos la cara.

—Pues no se llama asin? dijo Pepino que habia oido nombrar á Sir George, Monte—Cristo.

—No, hombre; ese caballero, es el señor D. Jorge el inglés.

—¿E qué le digu?

—¿Madre, le recibiréis?

—No, hija mia, me siento hoy tan mala, que n puedo recibir á nadie.