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No es fácil esplicar la sorpresa mezclada de susto que sintió D. Galo al ver á Sir George ante sí, arguido, el rostro encendido y los ojos centelleantes, sin saber á qué atribuír aquel furicso repente.

— —¿Qué le ha dado? pensó. ¿Será esto efecto de ese malhadado esplin de los ingleses, que á otros ha l'e vado á tirarse un pistoletazo? ¿Si buscará un duelo?

¡Jesus! aquellas pistolas de Manton que me regaló...

şi seria con la idea?... ¡estamos bien!... ¡qué hombre tan peligroso! ¡záfese Vd. de semejantes compromisos con semejantes osos!... Pero no, añadió volviendo á sus naturales, pacíficas idéas; lo que me parece al ver su rostro tan alterado es que está enfermo; veamos de apaciguarlo, pues nada he dicho que pueda incomodarle: así fué, que dijo: —No miento, mi querido señor, ni penseis que soy capaz de hacerlo, y ménos con el fin de inducir en error å una persona como Vd., que tanto aprecic; si lo he dicho, es porque lo sé de la misma boca de Clemencia, que añadió no ser esto un misterio; sino es tuviese autorizado, yo no seria capaz de publicarlo.

—¿Ella lo ha dicho?

—Y puedo lisonjearme, respondió D. Galo, que se iba recobrando y serenando, de que soy el primero de sus amigos á quien ha honrado Clemencia con su confianza. Por cierto que ya tengo encargado á Cádiz un tarjetero de filigrana, de oro—plata y esmalte de Manila, para regalárselo. Pero suplico á Vdque me hagais un favor, señor D. Jorge.