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—Como que la sana razon no puede concebir los caprichos y dislates de la sinrazon!...

—Es que la sana razon debe saber que no todos la tienen.

—Pero ¿no habria modo de forzar á esa terca alucinada á desistir de su manía y á ceder á la razon?

—Ninguno, Marquesa; y si lo hubiese, no aconsejaria yo adoptarlo.

—¿Y porqué?

—Porque la autoridad paterna tiene sus limites; porque tomaria Vd. sobre sí una inmensa responsabilidad.

—Palabrotas, palabrotas!... Cuando pasa la edad de los caprichos, todas las felicidades se parecen; y tienen unas mismas condiciones y unos mismos cimientos.

. —Si eso se comprendiese á los diez y no habria juventud, Marquesa.

—A todo halla Vd. un apodo altisonante, D. Silvestre: á las locuras, el de juventud; á las niñas, el de perlas. No parece sino que está Vd. siempre leyendo versos ó novelas, Vd. que en su vida abre un libro, (y hace Vd. muy bien, eso es otra cosa). Yo, que llamo al pan pan y al vino vino, le digo que á mí sola, y solo á mí, suceden estas cosas; solo yo tengo hijas por el estilo de las mias. ¿Qué haré?.....

No me queda mas que escribir á mi hermana y contarle lo que pasa, para que arbitre el medio de dar un corte á esto, y disponga lo que se ha de hacerocho años,