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res, profesionales, españolas, muchas de ellas fogueadas en la guerra de Cuba, contra voluntarios bisónos de Illinois, Ohio, Pensylvania y Massachussets.

La moderna ambulancia con su cortejo de nurses, médicos, enfermeros, métodos y material moderno para la cura de heridos; y la misma respetada Cruz Roja, que prestó tan señalados servicios, fueron novedades, fin de siglo, que también hicieron su début en aquella guerra.

Esta breve campaña de 1898, de diecinueve días, es un modelo de guerra culta, moderna y humanitaria. La invasión de Miles revistió todos los caracteres de un paseo triunfal, debido a su política de guerra sabia y humanitaria; se respetaron las costumbres, leyes y religión de los nativos; se mantuvo en toda su fuerza el brazo de la autoridad civil, a pesar del estado de guerra; no se utilizó el abusivo sistema de requisas, sino que todo era pagado, incluso el terreno donde levantaban sus tiendas, a precio de oro. Su proclama, sabiamente urdida y hábilmente circulada, despertó en todo el país anhelos de libertad y progreso que encendieron los corazones de los más tímidos campesinos. Lugo Viña, Carbonell, Mateo Fajardo, Nadal, Luzunaris y otros pocos, penetraban a un tiempo mismo en los pueblos y en el corazón de sus habitantes como precursores de un ejército que batía marcha de honor ante las damas, besaba y repartía candies a los niños. Soldados que se batían y hacían jornadas de treinta millas bajo un sol de fuego del mes de julio, y luego, en Hormigueros, de rodillas ante el padre Antonio, rezaban a la misma Virgen de la Monserrate, tan venerada por todo el Oeste de la Isla.

Esta política de la guerra; esta cultura militar; el hombre detrás del cañón — tJhe man behind the gun—y los numerosos sacos de oro acuñado que trajeran Miles, Brooke y Wilson, allanaron su camino, limpiándolo de obstáculos.

El capitán Vernou, poniendo flores en Yauco sobre la tumba de un soldado español muerto en el combate de Guánica, recordaba hazañas quijotescas de la andante caballería, muy del gusto de los portorriqueños, descendientes de aquellos caballeros andantes conquistadores de Indias. Los hechos enumerados fueron factores que contribuyeron a inclinar la balanza del lado de Washington.

Es recia y difícil la obra que aspiro a realizar; he puesto en ella todo mi buen deseo, y, además, cuanto pude aprender en las escuelas militares de San Juan, de Toledo y de Segovia, durante mis ocho años de estudios profesionales.

Desde que me hice cargo de las baterías y fuerte de San Cristóbal, abrí un diario de guerra, génesis de este libro, donde hora por hora y día por día anoté cuanto me pareció de interés para los futuros lectores. Más tarde, el general Ortega me proporcionó documentos de gran valor, por su autenticidad indiscutible y asuntos en ellos consignados.

En Washington, en las Secretarías de Guerra y Marina, mi modesta labor encontró amigos benévolos; el mismo actual secretario de la Guerra acaba de dispensarme favores que agradezco vivamente.