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A. RIVERO
 

isla de Cabras y las rompientes del litoral, siguió de largo hasta el amanecer, y, entonces, conociendo su error, viró en redondo y puso proa al puerto, donde hubiera felizmente entrado (el Yosemite no podía verlo desde la posición que ocupaba) sin la torpeza del vigía de San Cristóbal, quien, gozoso de dar a la ciudad la noticia, izó las banderas, señalando: «vapor español por el Oeste».

El Yosemite, que estaba frente a Isla Verde, apercibió las señales, y muy pronto se puso en marcha, aumentando gradualmente su velocidad. Comenzaba la caza.

Aquella noche el crucero Isabel II había cubierto la guardia del canal, fondeado frente al Cañuelo, y al mismo tiempo que el Yosemite forzaba sus fuegos, el crucero español, girando sobre la popa, se dirigió hacia el interior del puerto, sin fijarse en las desesperadas señales que le hacía el semáforo del Morro, ni en la multitud de curiosos que, ya entonces, coronaba las baterías del canal de entrada.

El general Ortega, gobernador de la plaza, miraba con ojos de asombro las maniobras del Isabel II.

—Corra al teléfono—me dijo—y avísele al jefe de Marina.

Llamé muchas veces; alguien, a medio despertar, vino al aparato, recibió la noticia, y colgó el audífono. Un cuarto de hora después, la lancha de vapor del arsenal llegó al costado del crucero Isabel, dándole órdenes de proteger con sus cañones al Antonio López, y, entonces, comenzó la prolija maniobra de virar, la que duró media hora, y que a todos nos pareció un año; sin prisa, a sus buenas seis millas por hora, pasó el canal y asomó la proa Morro afuera, rompiendo fuego inefectivo contra el Yosemite, que replicó con sus cañones de cuatro pulgadas.

Volvamos al Antonio López. Cuando este buque navegaba frente al Dorado y muy cerca de la costa, el Yosemite, que ya estaba a la altura del Morro, abrió fuego con todos sus cañones de proa, sin detener la marcha; después de recibir una docena de disparos el trasatlántico derribó, y a todo vapor se metió en Ensenada Honda, varando en arena, a quince pies de fondo. Paró la máquina, arrió los botes, y a la voz de «sálvese el que pueda» de su capitán, toda la tripulación, unos en lanchas y otros a nado, ganaron la costa en loca carrera, poniéndose a salvo. El capitán, hombre de mejores piernas que los demás, no paró hasta las playas de Toa Baja. Solamente el primer oficial, ocho marineros y el cura permanecieron a bordo.

Detrás del Isabel salieron el Concha y el cañonero Ponce de León. Los dos primeros cañoneaban al Yosemite, y éste, sin abandonar la caza, repartía sus fuegos entre todos los adversarios.

El Ponce, una cascara de nuez, puso proa al Norte, forzó máquina y navegó, recto, en busca del enemigo, abriendo fuego con sus Nordenfeld, de tiro rápido—para animar a la gente—según decía por la noche en el café «La Mayorquina» su comandante Joaquín Cristely, andaluz tan bravo como juerguista. El crucero enemigo debió confundir al Ponce con un torpedero (ya el Terror estaba fuera de com-