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CRÓNICAS
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muy alertas por indicaciones del vicecónsul Toro, quien tenía noticias de las órdenes recibidas por aquel jefe. Ya he dicho que la compañía de Voluntarios de la Playa, en su mayor parte, se negó a tomar las armas; sólo dos terceras partes del batallón de Voluntarios nú- mero 9 siguió a las tropas veteranas en su retirada, aunque mucha gente fué deser- tando en los pueblos de tránsito. El jefe de este cuerpo, Dimas de Ramery, de edad muy avanzada, acompañado de sus hijos, del comandante Montes de Oca y de algunos otros oficiales, continuaron hasta Aibonito, y allí permanecieron en las trin- cheras del Asomante hasta el mismo día en que se firmó el armnisticio. El capitán de infantería José Urrutia y Cortón, del batallón Patria, que estaba enfermo en su domicilio, no pudo incorporarse y fué hecho prisionero por un ayu- dante del general Wilson. La marcha desde Ponce a Aibonito se realizó en dos jornadas, pernoctando en Coamo, donde quedaron para defender la población, como puesto avanzado, dos compañías con la bandera y la música del batallón, y algunos Guardias civiles y gue- rrilleros, todos al mando del comandante Rafael Martínez Illescas. El coronel San Martín.-Este jefe, destituído por el general Macías, después de renunciar el mando siguió en coche hasta Aibonito, y a su llegada fué reducido a prisión. Dos días más tarde, el autor de este libro, cumpliendo órdenes recibidas, tuvo el sentimiento de encerrarlo en una bóveda del castillo de San Cristóbal y po. nerle centinelas de vista en las rejas de sus ventanas. El coronel de artillería José Sánchez de Castilla fué nombrado juez instructor, y el capitán del mismo cuerpo Enrique Barbaza, secretario, para instruír el correspondiente sumario. San Martín, a quien su esposa y amigos visitaban diariamente, contó a varias personas todo lo ocurrido en Ponce, asegurando que tenía en su poder instrucciones concretas y por escrito del capitán general para evacuar la ciudad y puerto tan pronto avistase fuerzas enemigas superiores en número. Indudablemente, los cónsules extranjeros y los hombres prominentes y adinera- dos de la ciudad del Sur hicieron presión sobre el coronel ante el justificado temor de que un bombardeo redujese a cenizas el hermoso caserío. Unas y otras razones debieron pesar en el ánimo de los jueces que componían el alto tribunal que, más tarde, en Madrid, falló en última instancia el proceso instruído al citado coronel, porque éste fué absuelto libremente de toda culpa, por haber obrado con arreglo a las instrucciones recibidas y a las circunstancias del caso. Incidentes. En los momentos de izarse la nueva bandera en la Casa-Ayunta- miento de Ponce, Rodulfo Figueroa, uno de los presos libertados (hombre de ideas exaltadas y carácter aventurero), subió al salón de actos, y descolgando el retrato y corona de los monarcas españoles intentó arrojarlos por el balcón, mientras decía a grandes voces: «Ahí van los últimos restos de la dominación española.» Un oficial americano allí presente (y cuyo nombre siento no recordar) intervino y, entre serio y