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A. RIVERO
 

pareció desaprobarlo, a lo que le manifesté que yo había recibido órdenes del comandante Nouvilas para detener aquella fuerza enemiga que venía hacia nosotros. Me contestó que «estaba bien, pero que él lo lamentaba porque habíamos dado a conocer al enemigo el paraje que ocupábamos y además la presencia de artıllería»: quedó así la cosa y no se habló más de ello.

En todo el día, y parte de la noche, no cesaron de llegar soldados dispersos, procedentes de Coamo, que, por todos los caminos y veredas de la montaña, habían buscado su salvación; entre ellos venía el alférez abanderado del Patria, de apellido Villot, quien me dió un abrazo, diciendo que gracias a mí no era, en aquellos momentos, prisionero de los americanos, pues la caballería, a la cual mis cañonazos puso en fuga, trataba de capturarlo a él y a 10 ó 12 músicos y soldados que lo acompañaban.

Los días 10 y 11 los pasamos bastante bien. Con el anteojo observábamos al enemigo, más acá de Coamo, reparando con troncos de árboles el puente que habían volado nuestras fuerzas a su retirada. Alguna parte de los Cazadores, resguardados en las trincheras, sostuvieron durante el día 11 continuo tiroteo con las avanzadas americanas, que, ocultas en las cunetas de la carretera, nos hostilizaban con fuego individual, fuego que más tarde arreció tanto, que tuve necesidad de desmontar el anteojo de la batería, porque llovían las balas que era un contento.

Pensé entonces en proporcionar a mi gente alguna protección para resguardarla del fuego enemigo. Primeramente ordené que todo el ganado de la sección fuese llevado hacia atrás, donde el terreno descendía, y allí quedó oculto por una maleza; después utilicé algunos sirvientes con palas y picos para construír una pequeña batería que ocultase los cañones (poca cosa, pues bien saben ustedes que estas piezas tienen escasa altura, y además el terreno era tan resistente, que las zanjas no pudieron alcanzar ni un metro de profundidad), y todo esto hubo que hacerlo de noche; pues en dos o tres tentativas de día, los de abajo nos saludaban con fuego graneado, y hubiera sido una tontería tener bajas sin necesidad.

Anteayer acababa de almorzar con Nouvilas en un rancho situado a cien metros de mis piezas, cuando vino el sargento, a toda carrera, anunciando la presencia de fuerza enemiga (yo había montado el servicio de vigilancia con el anteojo, a cargo del segundo teniente, el sargento y el carpintero). Acudimos Nouvilas y yo, y al mirar por dicho anteojo tuvimos la sorpresa (sorpresa esperada) de ver abajo, en la carretera y cerca de una casilla de peón caminero, nada menos que una batería de seis piezas, formada en columna y con los sirvientes aun montados.

Como Larrea estaba en Aibonito, convencí a Nouvilas de que yo debía anticiparme al enemigo, cañoneándole antes de que tomase posiciones; dió su consentimiento, con gran satisfacción de mis artilleros, y rompí el fuego con granada ordinaria, acortando el alza paulatinamente (el primer disparo fué a 3.500 metros). En el acto, la batería enemiga avanzó al trote largo, y después de recorrer algún trecho, se echó fuera de la carretera y desenganchó las parejas, y, ocultándolas entre la arboleda y barrancos inmediatos, rompió el fuego.

Mis primeros disparos no pude apreciarlos bien; pero puedo asegurarles que no habían hecho más que desenganchar el ganado, y aun no habían roto el fuego, cuando una granada de mis Plasencias cayó junto a la primera pieza de su izquierda (dere-