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CRÓNICAS
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Seguiré mi relato, que servirá para sacar a ustedes de esa monotonía en que viven. Ayer tarde fuí comisionado para ir al campamento americano a llevar un pliego que habíamos recibido del general Macías para el generalísimo Miles, jefe de las fuerzas enemigas. Protesté porque no me daban intérprete, pues aunque entiendo algo el inglés, no era lo suficiente para hacer un papel airoso ante el general enemigo; pero no tuve más remedio que montar en mi caballo, y con una escolta de ocho guerrilleros, también montados (los cuales parecían más bien ocho bandidos, por lo sucios, mal trajeados y sin cuellos), salí del Asomante, portando una gran bandera fabricada con un palo, al que amarré un pedazo de tela blanca.

No quiero cansarles refiriéndoles los sudores que pasé por causa de dicha banderita, que pesaba más de lo regular. Llegué al campamento de Coamo, donde me detuvo un sargento que estaba al frente de 25 6 30 soldados armados de fusiles y con bayonetas caladas; éstos y yo hablábamos a un tiempo sin entendernos, cuando se me ocurrió interrogarles en francés; por fin, me entendieron, y escoltados por ellos, como si fuésemos prisioneros, seguimos adelante hasta tropezar con un oficial de artillería, quien aunque muy malamente, hablaba algo de español, lo suficiente para entendernos. Allí me hicieron dejar la escolta (después me dijeron los soldados que durante mi ausencia fueron muy obsequiados, y que además les regalaron latas de carne y otras cosas) y llegué, por fin, a la tienda del general Wilson (creo se llama así), a quien hice entrega del pliego que llevaba; este general me dijo que Miles estaba en Ponce.

En estos momentos apareció un oficial, el cual traía un pliego para Wilson; fué abierto en mi presencia, y después de leerlo me dieron la respuesta a la comunicación del general Macías.

Mientras todo esto ocurría y se hacían las traducciones de los pliegos, fuí obsequiado con café y tabacos, que no acepté. Entonces pude hacer la observación, por cierto muy triste para mí, de que mientras ellos tenían sus buenas tiendas de campaña y no carecían de nada, mis artilleros y yo dormíamos al raso y sobre el santo suelo. Por la madrugada regresé al Asomante y se envió al general Macías el documento que yo llevaba, y que debía ser la orden de suspensión de hostilidades, pues desde entonces, hasta ahora, no ha habido la menor operación de guerra.

Ya esta mañana han llegado hasta nuestras avanzadas partidas sueltas de ocho y diez soldados americanos, sin armas, quienes han obsequiado copiosamente a nuestras tropas a cambio de botones de sus uniformes y otras tonterías, de las que parecen muy ávidos.

Nada más por ahora, y lo que guardo en cartera y que no me atrevo fiar al papel, se lo contaré a ustedes, al oído, tan pronto regrese, pues, al parecer, esto se acabó.

Debo añadir que durante el combate no tuve otras bajas que un artillero herido, levemente, el cual fué curado por un practicante de las fuerzas de infantería, porque, ¡asómbrensel, en el Asomante no teníamos un solo médico. Tanto el material como el personal se portaron muy bien....