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A. RIVERO
 

Después que hube entregado, el 18 por la mañana, el castillo de San Cristóbal y todo el material de guerra en baterías, repuestos y almacenes al capitán Reed, formé los artilleros a mi mando, la tercera compañía del dozavo batallón de artille- ría de plaza, y los conduje hasta el Arsenal; luego, y siempre en cumplimiento de órdenes su- periores, subí al Parque y allí encontré al teniente coronel Rockwell. Faltaría un cuarto de hora para el medio día, cuando aquel jefe me invitó a seguirle, y am- bos, de uniforme, bajamos hasta situarnos frente al edificio de la Intendencia. Multitud de gentes de todas las clases sociales, pre- dominando las más humildes, llenaba la plaza de Alfonso XII y bocacalles inmediatas; la ex- pectación era grande y el silencio imponente. Una compañía, la M del re- gimiento número II, formada en línea, daba frente al citado edi- ficio, y en la azotea algunos ofi- ciales y soldados sostenían una gran bandera de la Unión.

Capitán de artillería Henry A. Reed, hoy general de brigada.


El martillo del reloj munici- pal golpeó doce veces la vieja campana, y era tan grande el recogimiento de los espectadores, que todos pudieron oír, claramente, los vibrantes tañidos que me hicieron recordar los toques funerarios con que la iglesia despide a sus muertos. De improviso retumbó el cañón en el Morro y San Cristóbal, no con tanta viveza y fervor como el día 12 de mayo; otros cañones, de los buques de guerra, respondie- ron desde la bahía y la gran bandera estrellada de los Estados Unidos de América subió, primero lentamente, luego más rápida, y al llegar al tope desplegó a los aires. sus vivos colores.


En aquel momento histórico (todos los que estaban entonces en San Juan, y aún viven, lo recuerdan) el sol se eclipsó, y una luz anaranjada, pálida, indecisa, iluminó la ciudad de San Juan Bautista de Puerto Rico, en el último segundo y en el que aun ejercía sus derechos de Metrópoli la nación descubridora. No hubo vivas, ni