octubre, como se ha escrito, porque desde la víspera estaban en mi poder. Aquellas banderas pude verlas, algunos años más tarde, en un museo de Madrid', y no sin cierta emoción posé mis labios sobre una de ellas, la que aferré al tope en mi casti- llo el día 12 de mayo de 1898; la que vió correr la sangre de mis artilleros; la que cubrió el torso mutilado del obrero Martín Cepeda. Aun olía a la pólvora quemada de 200 cañonazos. El 23 de octubre, a las seis de la tarde, la hélice del Montevideo batió las aguas de la bahía, rugió la sirena y el hermoso trasatlántico enfiló el canal de salida. Y entonces ocurrió algo grande, algo épico, que recuerda hazañas y bizarrías de Rocroy y Trafalgar; las baterías de San Cristóbal, ¡los mismos cañones de mi viejo castillo! hablaron con sus negras bocas de fuego, dando el postrimer adiós a los arti- lleros que por años habitaron su recinto; a su bandera, que durante la guerra flameó gallarda a los vientos de la mar en lo alto de sus almenas; 21 cañonazos fueron dis- parados por orden del capitán Reed, y a tan caballeroso alarde respondió la nave Icon saludos de banderas. A bordo se daban vivas; los muchachos de mi batería, mis 200 compañeros, me saludaban con sus gorras y pañuelos. El General me gritó desde la borda: «¡Hasta la vista!»; el Montevideo pasó frente al arsenal, a la Puerta de San Juan, y embocó la salida; buen golpe de gente le seguía desde tierra en cariñosas manifestaciones de despedida. Varios botes entre ellos el que nos conducía a mi esposa y a mí-mar- chaban detrás; y ya, mar afuera se cambiaron los últimos saludos; viraron los botes, y a mi regreso, cuando navegaba bajo el cañón del Morro, aun pude divisar las palo- mas blancas de mil pañuelos que revoloteaban en cariñoso saludo. Volví a San Juan; ellos regresaban a su patria y yo a la mía. Museo de Artillería.-N. det A.
repatrió sus restos. Este mismo vapor repatrió al general Ricardo Ortega y a las últimas tropas
españolas de Puerto Rico.