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CRÓNICAS
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orden en sus respectivas localidades y cooperar, dentro de ellas, con la fuerza vete- rana, en toda función de guerra. El Capitán general fué siempre jefe honorario del Instituto, y yo tuve el honor, inmerecido, dos años antes de la guerra y a propuesta del teniente coronel Jenaro Cautiño, de ser nombrado abanderado de honor de los 14 batallones. La guerra de independencia de Cuba tenía muy excitados a los radicales porto- rriqueños y, como se barruntase intentos de desembarcos filibusteros para levantar el país en armas contra España, un contingente de voluntarios fué movilizado, pres- tando un penoso servicio en las costas, cuyo litoral era vigilado noche y día por un cordón de centinelas. Esta fuerza no recibía haberes, ni pluses, ni raciones de boca; todo era costeado de su peculio privado. Voluntarios fueron, además del Ejército y empleados públicos, los que hicieron subir a cerca de 200.000 duros la suscripción popular para gastos de guerra. Ellos proveyeron, en unión de otros vecinos, para adquirir todo el material necesario a las ambulancias de la Cruz Roja en cada pue- blo, dando además dinero para las atenciones de la campaña y también para otros gastos no tan justificados; y de los bolsillos de aquella milicia salió mucho oro al conjuro del sagrado nombre de la Patria, señuelo en cuyo manejo eran expertos los altos funcionarios de la colonia. Llegó la invasión y hasta ese día el Instituto fué un bloque, unido y dispuesto a todos los sacrificios y contingencias del momento; pero una medida arbitraria del coronel Camó, jefe de Estado Mayor, causó grandes trastornos, relajando la disci- plina y cohesión entre las filas. Sin razón alguna que lo justificara, se ordenó que los voluntarios, unos 500, que estaban sujetos al servicio militar activo, aban- donasen sus secciones y se incorporaran a los cuerpos de tropa regulares. Vióse, en- tonces, hombres adinerados, prominentes en sus localidades, comerciantes, estancie- ros, hacendados de caña y de café, abandonar sus familias y sus negocios para in- gresar, sirviendo de estorbo, en cuarteles y acantonamientos que escasamente po- dían contener a la tropa veterana, de la cual nunca supo hacerse el debido uso. Sin embargo, no hubo desertores; todos se unieron a sus banderas, pero llevando con- sigo el natural disgusto y el germen de una indisciplina que no siempre supieron acallar. El 26 de julio fué circulada una nueva orden del Estado Mayor, disponiendo que todas las secciones de voluntarios se reconcentrasen en la cabecera de los depar- tamentos. Esta disposición (escribe el coronel Julio Soto, comandante militar de Mayaguez) dió el funesto resultado que yo presagiaba y había avisado; y, efectivamente, por más que se les acuarteló lo mejor posible, dándoseles ración y socorro diario y tam- bién a las familias de los más pobres (con cargo a la suscripción voluntaria para gas- tos de guerra), no pude contenerlos, y muchos de ellos abandonaron las armas, vol- viendo a sus hogares a defender sus pueblos, en donde vivían sus familias y radica-