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A. RIVERO
 

ban sus intereses, alegando que aquella medida era un atropello a los fines de la Institución.

Llegó lo sucedido, en casi toda la Isla, a conocimiento de las autoridades milita- res de San Juan, y en vez de dictar medidas conducentes a restablecer la disciplina e interior satisfacción entre aquellos 9.000 soldados, se les trató con marcado despre- cio; se olvidaron sus servicios y sacrificios anteriores, y su actual rebeldía fué vista en el Estado Mayor casi con alegría, enviándose, entonces, telegramas como el que sigue:

San Juan, 4 de agosto 1898. Capitán general a Comandante militar de Mayagüez.

Ordene usted que se destruya con fuego de hoguera cuanto armamento y muni- ciones desee entregar el 7-° Batallón de Voluntarios.

Macías.

Y en muchos pueblos, y en plazas públicas, a la vista del populacho, para mayo- res ofensa y escarnio, se quemaron fusiles y correajes; y grandes carretas, llenas de los mismos, llegaban cada día al Parque de San Juan, que no pudiendo contenerlos en sus almacenes, tuvo que habilitarlos, más amplios, en el cuartel de Ballajá.

La tropa veterana, y hasta la Guardia civil, día tras día, abandonaban las pobla- ciones de la isla en virtud de órdenes recibidas, quedando, como única fuerza para defenderlas, los voluntarios, hombres de arraigo en dichas localidades, casados la mayor parte y con mujeres e hijos portorriqueños, dueños de fincas y de comer- cios, y amenazados por partidas sediciosas y de bandoleros que surgían de todas partes. Y sucedió lo inevitable; lo que ocurrió en España cuando la invasión napo- leónica; lo que pasó en las provincias catalanas cuando el archiduque de Austria holló con sus tropas las tierras del condado de Cataluña; lo que aconteció en el nor- te de Francia, en 1 870, cuando los territoriales arrinconaban sus fusiles tan pronto divisaban las vanguardias de las tropas alemanas.

Eran los voluntarios milicia ciudadana y auxiHar del Ejército; nunca el nervio en que debía apoyarse la defensa de una isla, dos veces bloqueada, por los buques americanos en sus costas y por fuerzas enemigas en el interior, y, además, por par- tidas de nativos que cruzaban en todas direcciones.

Al cerrarse el doloroso período de la evacuación de la Isla, se escribió en Espa- ña, por jefes y oficiales que en ella sirvieron, y que aun sentían las nostalgias de sus jugosas nóminas, libros, folletos y artículos en la Prensa, y en los cuales se medía con igual rasero a hijos del país y a los voluntarios; todos traidores, todos cobardes. Ninguno de los que manejaron la pluma en la Madre Patria, con mayor gentileza que sus espadas én la ínsula, habló de las torpezas y arbitrariedades de «los de arriba»,