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CRÓNICAS
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causantes, si no de la totalidad, de la mayor parte del desastre. Se escribió mucho; se calumnió libremente, injustamente. Yo puedo afirmar, apoyado en documentos y en testimonios de personas que aun viven, que si el 25 de julio de 1898, cuando el general Ricardo Ortega subió las escaleras del Palacio del gobernador general (quien en aquellos momentos recibía los consejos de su jefe de Estado Mayor) para ofrecerse a marchar sobre Guánica, a toda velocidad, cayendo allí con 5.000 cazadores, 12 cañones y 500 caballos, y res- guardada su columna con el apoyo de 4.000 voluntarios, si tal oferta de aquel va- liente caudillo hubiese sido aceptada, repito, que ni un solo voluntario de los esco- gidos hubiese faltado a sus deberes, sino que todos hubieran cumplido como hom- bres leales a sus juramentos. No eran carne y almas distintas de los que pelearon con asombro del general Shafter en el Caney y en las lomas de San Juan, ni de aquellos que en las de Silva y en los picachos de Asomante y Guamani se batieron con notable despreocupación. Eran hombres de la misma raza, de la misma condi- ción, con iguales vergüenza y corazones. «Santiago de Cuba no es Gerona...», dijo el general Linares en telegrama de 12 de julio de 1898 al capitán general de Cuba Ramón Blanco. Tampoco eran Gerona, ni menos Zaragoza, los caseríos indetensos de Arroyo, Guayama, Yauco, Las Ma- rías y Maricao, para exigir inútiles sacrificios de sus vidas a los voluntarios que los guarnecían, mientras los batallones de línea los evacuaban marchando con rumbo a San Juan. Se cometieron, entonces, grandes errores y grandes injusticias; el que un jefe, o dos, o cuatro y algunos voluntarios desertasen al extranjero o se refugiasen en las montañas, entre 7.930, no prueba nada; fueron éstos la excepción que afirmaba la regla. Por referirse al asunto de que trato, copio algunos párrafos escritos por el se- gundo jefe de Estado Mayor de la capitanía general de Puerto Rico, teniente coro- nel Francisco Larrea, en su libro varias veces ya citado: Formando contraste que lleva algún consuelo al ánimo, puede citarse la conduc- ta de parte de los batallones 6.° y 9.° de Voluntarios, no obstante ser de los que por su estado de organización no inspiraban gran confianza. Pocos individuos de ellos faltaron a sus puestos, cuando el enemigo se presentó delante de Mayagüez y Ponce, poblaciones a que, respectivamente, correspondían; y si bastantes no supieron luego ser superiores al sentimiento natural de abandonar sus familias e intereses, hubo muchos resueltos a cumplir su deber hasta el fin, aunque una parte de éstos desapa- reciera en la retirada por efecto del cansancio e influídos por el desaliento de la de- rrota. Pero estos cuerpos tuvieron por guía el digno comportamiento de sus jefes. El teniente coronel del 9.º batallón, Excmo. Sr. D. Dimas de Ramery, quien por su edad podía haberse excusado de salir a campaña, se presentó, no obstante, en Aibo- nito con sus cuatro hijos, criollos patriotas y dignos de su padre, llevando consigo al