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A. RIVERO
 

a nadie se le ocurrió trasladar ese Ejército a una posición central, como Cayey, para, desde allí, en golpes sucesivos, caer sobre Guayama o Aibonito, batiendo en detall las brigadas del general Miles; no se pensó que desde Río Piedras, por ferrocarril, po- dían transportarse hacia Arecibo, en pocas horas, 'tropas capaces de caer sobre Utuado o de auxiliar desde Lares a las que bajaban buscando los vados del río Guasio.

Ese mismo jefe, Barrera, propuso utiHzar trenes blindados, en los que se monta- rían cañones de tiro rápido sacados de los buques surtos en Ja bahía; nadie aten- dió esta indicación. En cambio se practicaban a diario, y como sistema, requi- sas^ arrebatando a infelices campesinos sus míseros caballos y muías para remontar las guerrillas y transportar las cargas, dando esto lugar a que aquellos campesinos, para defender sus intereses, huyeran por los montes buscando amparo en los pue- blos invadidos. Dentro de las prácticas de una guerra civilizada y más en país pro- pio, no debiera utilizarse tan vejaminoso procedimiento.

Como todo este libro sería corto para consignar las torpezas, debilidades e injus- ticias que en forma de órdenes se cometieran en el Palacio de Santa Catalina, hace- mos punto, ya que con lo expuesto sobran datos bastantes para poder juzgar la conducta de las más elevadas autoridades.

Y como tal vez alguien creyera injustos o apasionados estos juicios, copio los si- guientes párrafos de un libro publicado en Madrid poco después del Tratado de París:

«Respecto al estado de preparación de las tropas para entraren campaña y a los recursos de que dispusieron, ha de advertirse que los soldados no tenían más zapa- tos que los puestos, los cuales estaban expuestos a perder desde los primeros pasos en los barrizales de los caminos, por lo que era imposible ordenar movimiento al- guno que no fuera indispensable, si no se quería inutilizarlos por completo para moverse. Las acémilas eran también insuficientes y se hallaban en un estado lasti- moso como consecuencia de las primeras marchas, lo cual impedía servirse de ellas fuera de los casos de absoluta necesidad; las secciones de montaña que sólo tenían el •efectivo de paz, no disponían sino de dos cajas de municiones por pieza; y en cuanto a las carretas y demás recursos de transportes del país, eran ocultados por los pro- pietarios en lo más recóndito de las montañas. De las deficiencias del equipo del fíoldado nada hay que decir, porque se sienten siempre y son las mismas, en todos Jos casos, en el ejército español, pero, además, faltaban allí útiles de trabajo, explo- sivos para las destrucciones que retardasen el avance del enemigo, recursos sanitarios y otras muchas cosas absolutamente indispensables. La galleta y otros artículos que transportaban los convoyes desde la capital, se mojaban indefectiblemente en el camino y era siempre preciso tirar aquella que, confeccionada con harinas de muy mala calidad, se averiaba por completo con la humedad.

Todas estas deficiencias y necesidades habían sido previstas y señaladas oportu- namente; pero unas no eran de fácil remedio por falta de elementos suficientes en <el país, y a otros no se las concedió a tiempo la atención necesaria.» '

El desastre nacional v los vicios de nuestras institíiciones. — Francisco Larrea.