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A. RIVERO
 

de toda la Isla; añade a lo así recaudado todos sus ahorros, empeña luego su firma, con iguales fines, y al mágico conjuro de su voluntad, un enjambre de romeros y peregrinos invade y ocupa todo el caserío y sus alrededores, llegando de todos los pueblos y en todos los vehículos imaginables, y hasta tomando por asalto, casi siempre, la propia casa, el comedor y la reducida despensa del padre Antonio.

Junto al Packard principesco rumia su pienso de hierba el escuálido chiringo, en que una garrida moza bajara desde la altura para ofrecerle a su virgen predilecta las primicias de amores que le juraron bajo las frondas del cafetal, en la cogida de los primeros granos. Ciegos que acompañan sus villancicos con guitarras y acordeones; músicos y cantores ambulantes recitando décimas glosadas de amor, por lo divino, por lo humano, o de los siete pares de Francia, al compás del alegre puntear de cuatros y bordonúas; vendedores de dulces, pasteles, frutas y baratijas establecen sus puestos en cada esquina y en todos los rincones, y una multitud regocijada, vistiendo sus mejores galas, rebulle en ansiosa espera de los fuegos de artificio. Y al llegar la hora del espectáculo, aquí de los gritos, los vivas y los frenéticos aplausos cuando los cohetes de lágrimas, de estrellas y de culebrillas hienden el aire y estallan en lo alto.

«¡Cuidado con las varillas!» gritan los jibaritos guasones; «¡tápense las cabezas!» previenen las viejas, y entre risas y sabrosas picardías, recuerdan el caso de Jovita, la linda morena del guayabal, que el año último regresó a su casa triste y llorosa porque la varilla de un cohete le vació de cueva el ojo derecho, por estar embelesada oyendo las gorduras de Juancito.

—«Y eso que aun derrite los corazones con súnico ojo» afirma Carpió, el caja[1] de San Germán.

En la iglesia, entre nubes de incienso, y siempre asistido por otros sacerdotes, y a veces, bajo la mirada paternal del Mitrado de la Diócesis, oficia padre Antonio; llora el órgano, y voces juveniles elevan al Señor cánticos de gracia y alegres salutaciones a la Virgen. Son niñas y señoritas de Mayagüez, de San Germán, de Hormigueros y también de San Juan, que acuden cada año al llamamiento del viejo sacerdote, y muchas desposadas cuelgan a los pies de la Monserrate las coronas de azahales con que se adornaron en sus noches de bodas.

Cuando se quema e úl rtimocohete y el globo final se pierde trasmontando las lejanas serranías, todos besan la mano al Pastor y se despiden hasta el próximo año.

—¡Cuidado, y que nadie falte!

* * *

Aun resonaban los últimos cañonazos disparados por los artilleros del general Schwan, en la tarde del 10 de agosto de 1898, al finalizar el combate de Hormigueros, cuando el capitán Macomb, al frente de sesenta jinetes, escaló la loma del Santua-

  1. Guapo de pueblo.—N. del A.