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A. RIVERO
 

La campaña de la Prensa había llegado a su mayor intensidad, y la opinión pú- blica aparecía lamentablemente descarriada. Se llegó a decir «que en el combate de Santiago se había perdido, además de la escuadra, el honor». Se llegó a vejar al almirante y a sus nobles compañeros; se pedía a voz en grito el castigo de todos. A tamaño ultraje respondieron los marinos supervivientes del combate de San- tiago de Cuba, regalando a su almirante un valioso bastón de mando, con el puño de oro, y una nutrida Comisión, presidida por Díaz Moreu y Aznar, le visitó en su hogar de la calle del Barco, y al hacerle entrega del presente, tributáronle frases de cariño y admiración, tratando así de desagraviar al caballero y al marino, torpe- mente ofendido por un puñado de hombres, estrategas de café, muy valientes en sus acusaciones, pero que no contribuyeron al torrente de sangre española, que enroje- ció las aguas de Cuba el 3 de julio de 1898, con una sola gota de la suya, anémica rica en glóbulos blancos. En todo tiempo y en todos los pueblos, los que más gritan, los que más exigen, resultan después los más cautos, los más pusilánimes que esconden hábilmente sus debilidades de corazón con la envuelta de sus exageraciones. Aquel día, y durante la recepción, el general Blanco, último gobernador general de la isla de Cuba, y el mismo que, siguiendo las instrucciones del Ministro Auñón, forzó la salida de la escuadra del puerto de Santiago, subió las escaleras de la casa de Cervera y unió sus felicitaciones a las de los marinos. El 20 de febrero de 1899, en el Senado, el conde de las Almenas pronunció un célebre y terrible discurso, calificando de enfermo y loco al almirante Cervera, «cuya salida, en pleno día, acusaba notoria incapacidad, y sólo tenía explicación favorable, suponiendo que el almirante se hallaba entonces en estado de demencia; así ha sido calificado este suicidio de la escuadra por los marinos de todo el mundo, revelando, al mismo tiempo, la decadencia del espíritu marítimo español». El senador, almirante Arias Salgado, pidió entonces la palabra para defender a un ausente, y dijo: -Siento, señores senadores, tener que leer una de las censuras de un periódico extranjero, el Engineering, de 21 de julio de 1898, que dice como sigue: «Si España estuviese servida por sus hombres de Estado y por los empleados públicos como lo ha sido por sus marinos, todavía podría ser una gran nación.» 1 Hacia finales de abril cayó el Gobierno del Sr. Sagasta, hostil a Cervera, y subió al Poder el Sr. Silvela, desempeñando la cartera de Marina el general Gómez Imaz, uno de los pocos que, en el célebre Consejo de generales reunido por Auñón, votó en contra de la salida de la escuadra de Cabo Verde. El 20 de noviembre de 1898 publicó el New York Journal «los despachos oficiales, cifrados, de Blanco, del almi- rante Cervera, del presidente Sagasta, del gobierno de Madrid y de los espías espa- ñoles», publicación que causó, no sólo en España, sino que también en el extranjero, una sensación de estupor. La Prensa española atenuó sus ataques, y la opinión sen- sata tomó nuevos cauces, mostrándose ahora favorable al heroico marino y a sus com- pañeros, aunque arreciando en sus ataques contra los verdaderos culpables. El sabio jesuíta Padre Alberto Risco, historiador de alta mentalidad, fácil vena y admirablemente documentado, en su bello libro Biografía de Cervera, 2 escribe lo que sigue: «En una de las sesiones en que se vió la causa del general Toral, para quien se pedía la pena de muerte, el de igual empleo, March, ponente, pidió la ab- solución del procesado. -«De modo que ha habido guerra; en ella hemos perdido las colonias, hemos per- 1 Diario de las Sesiones de Cortes, año 1899, tomo I, pág. 2.022. 2 Don Angel Cervera regaló al autor de este libro un ejemplar de aquella obra, con elegante dedi catoria,