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50 — La máscara

libro que no había concluido de leer, y puse la mano sobre el casco de Minerva.

— Sal del trono de esa cabeza, que el contraste es irrisorio. Ven, he de colgarte al pie del cuadro de la Bacante: ¡ella sentirá alegría! Esfumada en la media luz, enardece la imaginación que desea adivinarla.

Está derribada y desnuda, con su pandereta de cascabeles y su copa vacía. La rodean bosques de laureles y mirtos, frescos como los céfiros que la diosa Cipria sacó de las ondas del Hisus. La cantan núbiles bardos, que llevan en los ojos luz de los aires transparentes, y en las venas fuegos de potente amor; la temen los jóvenes atletas, que á la sombra de los plátanos animan con la esperanza de sus músculos, las estatuas coronadas del gimnasio. Oh! ved su torso erectil, su sonrisa que en golpe de luz voluptuosa nace de sus labios y baña su rostro; su lecho acariciante de piel de tigre; su cabellera regocijada por los pámpanos ¿Qué fuera á su ruego, el orgullo de Agamenón, el ardimiento de Aquiles, la sabiduría de Néstor?....

Sentí una voz irónica: era la careta que decía:

— Oh! mi amado y fiel amante de siempre. Déjame aquí ó llévame allá, yo sólo pienso en tí, vivo sin cesar por tí, y otra máscara,