Mádeline en el calabozo, pude apreciar mejor que nunca el alcance de tales impresiones. El sueño había huido de mis párpados mientras las horas transcurrían una tras otra. Intenté raciocinar para dominar la nerviosidad que se había apoderado de mi espíritu; procuré convencerme de que gran parte si no todo lo que sentía era debido a la inquietadora influencia de la lúgubre mueblería de la habitación, a las sombrías y desgarradas draperías que, torturadas por el aliento de una tempestad cercana, batíanse acá y allá caprichosamente sobre los muros y susurraban medrosamente entre las decoraciones del lecho, Pero mis esfuerzos fueron infructuosos. Un temblor invencible se apoderó de mí gradualmente; y al fin pesó sobre mi corazón una alarma aguda e infundada. Dominándola con pena y respirando fuertemente me enderecé sobre las almohadas, tratando ansiosamente de penetrar la intensa obscuridad de la cámara; y escuché entonces, no sé cómo, a menos que algún espíritu del instinto me incitara, ciertos ruidos sordos e indistintos que venían a largos intervalos, yo no sé de dónde, entre las pausas de la tempestad. Oprimido por un intenso sentimiento de horror, tan extraordinario como intolerable, me eché encima la ropa precipitadamente, sabiendo bien que no podría ya dormir aquella noche, y traté de reaccionar contra la condición deplorable en que me encontraba, dando paseos forzados de un extremo a otro de la habitación.
Había dado así algunas vueltas, cuando un leve