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Cuentos de amor de locura y de muerte

mo de la madre, pero por más esfuerzos que hacía para tornarme grata la mesa, evidentemente no ve en mí sino a un intruso a quien en ciertas horas su hija prefiere un millón de veces. Está celosa, y no debemos condenarla. Por lo demás, se alternaban con su hija para ir a ver a la enferma. Esta había tenido un buen día, tan bueno que por primera vez después de quince días no hubo esa noche subida seria de fiebre, y aunque me quedé hasta la una por pedido de Ayestarain, tuve que volverme a casa sin haberla visto un instante.

Se comprende esto? ¡No verla en todo el día! ¡Ah!

Si por bendición de Dios, la fiebre de 40, 80, 120⁰, cualquier fiebre, cayera esta noche sobre su cabeza...

Y aquí está!: Esta sola línea del bendito Ayestarain:

Delirio de nuevo. Venga en seguida.

Todo lo antedicho es suficiente para enloquecer bien que mal a un hombre discreto. Véase esto ahora:

Cuando entré anoche, María Elvira me tendió su brazo como la primera vez. Acostó su cara sobre la mejilla izquierda, y cómoda así, fijó los ojos en mi. No sé qué me decían sus ojos; posiblemente me daban toda su vida y toda su alma en una entrega infinitamente dichosa. Sus labios me dijeron algo, y tuve que inclinarme para oir:

—Soy feliz—se sonrió.

Pasado un momento sus ojos me llamaron de nuevo, y me incliné otra vez.

—Y después...—murmuró apenas, cerrando los ojos con lentitud. Creo que tuvo una súbita fuga de ideas. Pero la luz, la insensata luz que extravía la mirada en los relámpagos de felicidad, inundó de nuevo Din tired by Google