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Cuentos de amor de locura y de muerte

de brazo, pues el resto era una larga mancha blanca. Y de aquella penumbra, como de un capullo taciturno, se había levantado aquella espléndida figura fresca, indiferente y alegre, que no me conocía. Me miraba como se mira a un amigo de la casa, en el que es preciso detener un segundo los ojos cuando se cuenta algo o se comenta una frase risueña. Pero nada más. Ni el más leve rastro de lo pasado, ni siquiera afectación de no mirarme, con lo que había yo contado como último triunfo de mi juego. Era un sujetono digamos sujeto, sino ser—absolutamente desconocido para ella. Y piénsese ahora en la gracia que me haría recordar, mientras la miraba, que una noche esos mismos ojos ahora frívolos me habían dicho, a ocho dedos de los míos:

—¿Y cuando esté sana... me querrás todavía?

¡A qué buscar luces, fuegos fatuos de una felicidad muerta, sellada a fuego en el cofrecillo hormigueante de una fiebre cerebral! Olvidarla... Siendo lo que hubiera deseado, era precisamente lo que no podía hacer.

. 225 Más tarde, en el hall, hallé modo de aislarme con Luis María, mas colocando a éste entre María Elvira y yo; podía así mirarla impunemente, so pretexto de que mi vista iba naturalmente más allá de mi interlocutor.

Y es extraordinario cómo su cuerpo, desde el más alto cabello de su cabeza al tacón de sus zapatos, era un vivo deseo, y cómo al cruzar el hall para ir adentro, cada golpe de su falda, contra el charol iba arrastrando mi alma como un papel.

Volvió, se rió, cruzó rozando a mi lado, sonriéndome forzosamente, pues estaba a su paso, mientras yo,