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Cuentos de amor de locura y de muerte

Una vez solo en la calle oscura, Nébel levantó y dejó caer los brazos con mortal desaliento: Se acabó todo! Su felicidad, su dicha reconquistada un día antes, ¡perdida de nuevo y para siempre! Presentía que esta vez no había redención posible. Los nervios de la madre habían saltado a la loca, como teclas, y él no podía hacer ya nada más.

Caminó hasta la esquina, y desde allí, inmóvil bajo el farol, contempló con estúpida fijeza la casa rosada.

Dió una vuelta a la manzana, y tornó a detenerse bajo el farol. ¡Nunca, nunca!

Hasta las once y media hizo lo mismo. Al fin se fué a su casa y cargó el revólver. Pero un recuerdo lo detuvo: meses atrás había prometido a un dibujante alemán que antes de suicidarse — Nébel era adolescente—iría a verlo. Unialo con el viejo militar de Guillermo una viva amistad, cimentada sobre largas charlas filosóficas.

A la mañana siguiente, muy temprano, Nébel llamaba al pobre cuerto de aquél. La expresión de su rostro era sobrado explícita.

—Es ahora? le preguntó el paternal amigo, estrechándole con fuerza la manorepuso el muchaEl dibujante, con gran calma, le contó entonces su propio drama de amor.

—Vaya a su casa — concluyó — y si a las once no ha cambiado de idea, vuelva a almorzar conmigo, si es que tenemos qué. Después hará lo que quiera.

¿Me lo jura?

— Pst! ¡De todos modos!... — cho, mirando a otro lado.

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