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Cuentos de amor de locura y de muerte

avanzaba. Tras una rápida ojeada a la incómoda persona, Nébel reanudó la lectura. La dama se sentó a su lado, y al hacerlo miró atentamente a su vecino. Nébel, aunque sentia de vez en cuando la mirada extranjera posada sobre él, prosiguió su lectura; pero al fin se cansó y levantó el rostro extrañado.

28 —Ya me parecía que era usted. exclamó la dama aunque dudaba aún... No me recuerda, ¿no es cierto?

—Si—repuso Nébel abriendo los ojos — la señora de Arrizabalaga...

Ella vió la sorpresa de Nébel, y sonrió con aire de vieja cortesana que trata aún de parecer bien a un muchacho.

De ella cuando Nébel la conoció once años atrás — sólo quedaban los ojos, aunque más hundidos, y ya apagados. El cutis amarillo, con tonos verdosos en las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían ocultar una dentadura del todo cariada. Bajo el cuerpo demacrado se veía viva a la morfina corriendo por entre los nervios agotados y las arterias acuosas, hasta haber convertido en aquel esqueleto a la elegante mujer que un día hojeara la "Illustration" a su lado.

—Sí, estoy muy envejecida... y enferma; he tenido ya ataques a los riñones... Y usted — añadió mirándolo con ternura—¡ siempre igual! Verdad es que no tiene treinta años aún... Lidia también está igual.