Lidia se puso lívida, y mirando afuera entrecerró los ojos y se mordió los labios en un casi sollozo.
—No hay médico aquí?— murmuró.
Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero buscaremos.
Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el comedor, y Nébel abrió una carta.
— Noticias? — preguntó levantando inquieta los ojos a él.
—Si—repuso Nébel, prosiguiendo la lectura.
—¿Del médico? — volvió Lidia al rato, más ansiosa aún.
—No, de mi mujer—repuso él con la voz dura, sin levantar los ojos.
A las diez de la noche, Lidia llegó corriendo a la pieza de Nébel.
— Octavio! ¡ mamá se muere!...
Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba ya el rostro. Tenía los labios desmesuradamente hinchados y azules, y por entre ellos se escapaba un remedo de palabra, gutural y a boca llena:
—Pla... pla... pla...
Nébel vió en seguida sobre el velador el frasco de morfina, casi vacío.
¡Es claro, se muere!¿Quién le ha dado esto?preguntó.
— No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido...
Seguramente lo fué a buscar a tu cuarto cuando no estabas... ¡Mamá, pobre mamá! — cayó sollozando sobre el miserable brazo que pendía hasta el piso.
Nébel la pulsó; el corazón no daba más, y la temDistired by Google