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Cuentos de amor de locura y de muerte

capaz de sacrificar a nadie a su egoísta felicidad, y por eso nos dejaba libres a mí y a ella. Además, sus pulmones no daban más... era cuestión de tiempo.

Que hiciera feliz a María, como él hubiera deseado..., etc.

Y dos o tres frases más. Inútil que le cuente en detalle mi perturbación de esos días. Pero lo que resaltaba claro para mí en su carta—para mí que lo conocía—era la desesperación de celos que lo llevó al suicidio. Ese era el único motivo; lo demás; sacrificio y conciencia tranquila, no tenía ningún valor.

En medio de todo quedaba vivisima, radiante de brusca felicidad, la imagen de María. Yo sé el esfuerzo que debí hacer, cuando era de Vezzera, para dejar de ir a verla. Y había creído adivinar también que algo semejante pasaba en ella. Y ahora, ¡ libres!

sí, solos los dos, pero con un cadáver entre nosotros.

Después de quince días fuí a su casa. Hablamos vagamente, evitando la menor alusión. Apenas me respondía; y aunque se esforzaba en ello, no podía sostener mi mirada un solo momento.

—Entonces, le dije al fin levantándome—crea que lo más discreto es que no vuelva más a verla.

—Creo lo mismo—me respondió.

Pero no me moví.

—Nunca más?—añadí.

—No, nunca... como usted quiera—rompió en un sollozo, mientras dos lágrimas vencidas rodaban poi sus mejillas.

Al acercarme se llevó las manos a la cara, y ape