ble malhumor, por lo mismo. Inés corrió a abrazarme, pero se detuvo, bruscamente pálida.
—¿Qué tienes?—me dijo..
57 —Nada—le respondí con sonrisa forzada, acariciándole la frente. Dejó hacer, sin prestar atención a mi mano y mirándome insistentemente. Al fin apartó los ojos contraídos y entramos.
La madre vino, pero sintiendo cielo de tormenta, estuvo sólo un momento y desapareció.
Romper, es palabra corta y fácil; pero comenzarlo...
Nos habíamos sentado y no hablábamos. Inés se inclinó, me apartó la mano de la cara y me clavó los ojos, dolorosos de angustioso examen.
Es evidente!...—murmuró.
—¿Qué?—le pregunté friamente.
La tranquilidad de mi mirada le hizo más daño que mi voz, y su rostro se demudó:
Que ya no me quieres!—articuló en una desesperada y lenta oscilación de cabeza.
—Esta es la quincuagésima vez que dices lo mismo—respondí.
No podía darse respuesta más dura; pero yo tenía ya el comienzo.
Inés me miró un rato casi como a un extraño, y apartando bruscamente mi mano y el cigarro, su voz se rompió:
—¡Esteban!
—¿Qué?—torné a repetir.
Esta vez bastaba. Dejó lentamente mi mano y se reclinó atrás en el sofá, manteniendo fijo en la lámpara su rostro lívido. Pero un momento después su