dad, y la mujer contestó, que no siendo de lo que el plato tapado encerraba, no habia de probar un solo bocado.
—¿Estás dada á los diablos? exclamó el marido. ¿No acabas de oir que el rey nos ha prohibido tocar el tal plato?
—El rey es muy injusto, respondió la mujer: si no quiere que catemos el plato ¿á qué viene sacarlo á la mesa? Y se echó á llorar como una Magdalena, jurando y perjurando que como su marido no le permitiese destapar el plato, se tiraria al pozo de cabeza.
El bobalicon del marido, que la queria como los ojos de la cara, sintió tal pesadumbre al verla lloriquear, que le dió palabra de acceder á todo cuanto se le antojase. Destapó el plato, y piés ¿para qué os quiero? sailó disparado como una flecha un ratoncillo blanco que en un abrir de ojos se puso en salvo. Bien quisieran atraparlo, pero el tunante se habia metido en un agujero, y ahí me las den todas.
En esto que entra el rey preguntando dónde estaba el raton.
—Señor, dijo temblando el marido: mi mujer no ha cesado de molerme, y dale que dale, empeñada en averiguar lo que habia en el plato. Quité la tapa, y el raton ¡ya se ve! se las lió.
—¡Tate! ¡tate! exclamó el rey. ¿Esas tenemos? ¿No decias que á encontrarte tú en el pellejo de Adan le habrias tocado la pámpana á tu mujer para curarle la curiosidad y la gula? Más te valiera no haber dejado caer en saco roto tu amenaza. Y tú, mala pécora, con tanto bien